Ceremonia onírica de iniciación de la Madre

Anoche tuve el sueño más maravilloso que he tenido, y eso es mucho decir, me es imposible no escribirlo.

Entro apurada en una especie de salón diseñado como un iglú alargado, esquinas del techo redondeadas. Sabía que había llegado el momento del parto. Todo el lugar estaba diseñado para ese evento, y muchísimas mujeres me esperaban sentadas en el piso, sabiendo también que era mi momento. Ellas querían descubrir mi reacción, sabían que mi cuerpo dictaría qué es lo que quiere en ese momento. Entonces me siento incómoda, no esperaba todas esas miradas. Busco con la mirada algún rincón que me acomode. El piso es de cerámica en gran parte, eso me desagrada, me hace sentirlo poco receptivo y libre para dar a luz, como si lo fuese a ensuciar. Y veo que detrás de las mujeres había una franja de tierra y luego las murallas. Siento que ese es el único lugar donde siempre he querido parir: en cuclillas sostenida por la tierra. Sin embargo siento también que quiero estar sola, que necesito perder mi conexión con lo externo, dejarme llevar hacia adentro por el pulso de las contracciones e incluso olvidarme de mi yo (mente) y recabar en las sensaciones de mi cuerpo. Y me pierdo y me encuentro en un abismo eterno de recuerdos instintivos conectados al infinito.

Oigo a una mujer narrando mis percepciones. Ella dice que el hecho de haber parido solo era un recordatorio de algo que esta única mujer eterna (que encarnamos todas las que hemos sido) hemos hecho miles de veces, desde que la tierra es tierra. Y el vivir el parto es una iniciación en esa memoria antigua, que el cuerpo recupera y en la que encuentra su lugar. Sentí que ahí yo y todas nuestras ancestras tenemos lugar, amor, perdón, sabiduría. Todas nosotras conformamos una gran diosa ineludiblemente hecha de tierra. Incluso las que físicamente no han parido o no recuerdan esta unión.

Y desperté muy feliz, sabiendo qué cosas quiero atender en ese momento.

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